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diciembre 11, 2024DISCURSO DE INGRESO DE FRANCISCO NARLA COMO MIEMBRO DE NÚMERO DE LA ACADEMIA GALEGA DE GASTRONOMÍA
Aceptación de la cátedra María Mestayer de Echagüe, Marquesa de Parabere, en la Real Academia Gallega de Gastronomía por el escritor Francisco Narla
Agradecimientos y menciones.
En estos casos, lo debido es presentarse…
Yo tuve dos abuelas. Una criada en el corazón rural de aquella Galicia herida por la posguerra y que tuvo los redaños de sacarse el graduado escolar al tiempo que cuidaba de mí para que mi madre pudiese trabajar.
La otra era hija de una familia leonesa de postín y, como tal, casó en buenas razones con un ingeniero de minas que mandaba como un general, que era mucho decir en aquellos días de tricornios.
Cuando estaba con la primera me levantaba a ordeñar y arrimaba un currusco de pan a la chapa de la cocina. Al acabar las tareas, me dejaba untar aquel currusco con la nata de la leche de vísperas y echarle un poco de miel encima, miel vertida directamente de un panal troceado.
Sin embargo, cuando estaba con la segunda, la de León, tomaba islas de merengue en crema inglesa aromatizada con vainilla de Ceilán y, por supuesto, no había que madrugar para atender los establos, además, de las tareas se encargaba una muchacha alemana que se llamaba Pauleta, una bávara con bigote y mucho genio que hacía un bizcocho Sacher cuya receta manuscrita aún conservo.
Tuve dos abuelas y, gracias a ellas, un fin de semana podía estar recogiendo patatas, y al otro me estaban explicando cómo usar las pinzas para caracoles.
Eran dos mundos opuestos y me faltaron sesos. Siendo un adolescente, me pareció a mí que aquello del pote hirviendo a pocos al amor del hogar tenía mucho menos interés que los crepes a la lionesa. Creía que los espárragos con una holandesa eran mejores que los grelos con ajada. Me dejaba deslumbrar, los primeros me los ponían con cubertería de plata, los segundos en plato de madera.
Por desgracia, no fue la única vez en mi vida que cometí ese error.
Cuando escribía mis primeras novelas pensaba que debía usar un vocabulario elevado, expresiones rimbombantes y derrochar subjuntivas llenas de cláusulas. Hoy he aprendido que debo esforzarme por contar bien una buena historia, no por adornar una mediocre…
Además de dos abuelas, también tuve un padre. Y, siendo un crío, él me dijo que jamás podría consentir que una mujer se despertara a mi lado sin haberle preparado yo el desayuno primero. Y yo que ni siquiera me afeitaba, no me enteré de misa la media, pero hice lo que me decían.
Con mis abuelas comía, con mi padre cocinaba.
Y recuerdo haber empezado a cocinar subido a una banqueta. Recuerdo aprender a batir huevos, a usar la báscula para la harina y el azúcar. Y recuerdo que mis primeras recetas fueron galletas, bizcochos y pastelillos. Dulces para aquellos desayunos. Además, gracias a mi padre, que era buen lector pese a sus excentricidades, conocí también mis primeros libros de cocina, aquellas 1080 recetas (que siempre me han parecido sobrevaloradas), a Picadillo y su cocina de manteca y ojo al aceite rancio, aquel mamotreto que había preparado la sección sindical, el vasto Larousse y, cómo no, los enciclopédicos trabajos de doña María Mestayer de Echagüe, la conocida como Marquesa de Parabere.
Este último me atrapó desde el primer día con los platos que describía y aquellas viejas ilustraciones. Esta mujer incomparable fue pionera, creadora, anfitriona de espías y rebelde con causa. Además, durante la guerra civil, consiguió
mantener abierto su restaurante para convertirlo en el único donde los dos bandos dejaban la lucha a las puertas y comían en paz.
Y Su libro Confitería y Repostería, un tomo más de su monumental Enciclopedia Culinaria, me atrapó por completo, aquellas referencias a bavarois, petit choux, galettes y croissants me siguen persiguiendo. La marquesa me enseñó a medir la temperatura del horno con un papel, a probar el almíbar con los dedos y conocer si estaba en punto de hebra fina o gruesa, sin pesajarabes ni zarandajas modernas. Y a través de su libro fui progresando, escalando cada vez con recetas más difíciles y complejas.
Recuerdo un fin de semana en el que hice doce hornadas de cruasanes, repitiendo una y otra vez el estropicio para mejorar un poco con cada una.
No era lo que mi padre pretendía sin duda, pero la magia de aquel libro me atrapo con sus recetas alquímicas y aquellas advertencias que dejaban claro que no se debía uno desesperar si las cosas no salían a la primera. El peso de la Marquesa en mi conciencia se hizo enorme.
Las comidas de mis abuelas y las recetas de mi padre sembraron la semilla y, al crecer, la vida me zarandeó de acá para allá y aquella semilla germinó.
Recorrí el mundo, llegué a comer tarántulas en la selva o camello en el desierto, conocí, aprendí, hice buenos amigos en la cocina y descubrí la vanguardia, lo molecular, la desestructurada. Eran los herederos de aquellos vol a vent, de las moscovitas de la Marquesa de Parabere. Quedé alelado. Se podía hacer una holandesa para unos espárragos, pero además los espárragos se podían cocer a baja temperatura y la holandesa se podía convertir en espuma. Aquel
transformar los fogones en arte me atrapó al instante. Me deslumbró.
Probé menús de siete platos, de quince, de treinta. Siempre dispuesto a descubrir nuevos sabores y técnicas.
Hasta que, un día, por aquello de los compromisos familiares, tocó regresar a Galicia.
Había que volver al hogar y comer de la cocina de aquella abuela que sí había conocido el hambre en la posguerra. Y, cuando me preguntó qué se me antojaba, me di cuenta de que quería aquel currusco de pan tostado con un poco de nata, algo de aquellos guisos lentos hechos al amor de la lumbre, quizás un auténtico capricho, como tripas de cerdo, o chorizos chanfainos. Quería los sabores humildes de mi infancia en el corazón de Galicia.
Cuando llegué aquel día a comer, mi abuela había preparado un fantástico cocido, con su cachucha y sus grelos tiernos. Y tenía una sorpresa para mí. Un regalo, para que nunca más tuviera que usar el de mi padre.
Mi abuela, sobre el aroma del pimentón, me dio una copia de aquella Confitería y Repostería de la Marquesa de Parabere.
La había comprado para mí.Y, hojeando el libro con nostalgia atrapé la receta de los afamados biscuit glacé, de las colinetas, de la tarta Saint Honoré.
Aquellas maravillas que me habían encandilado, que me habían empujado a conocer y a saber.
Volví a ver aquellos dibujos de cómo conocer los puntos del caramelo, de cómo hacer las vueltas en la masa de los cruasanes.
Las exclusivas recetas de la mejor repostería francesa y centroeuropea. Y entonces descubrí algo que, de niño, me había perdido.
Allí, en esas mismas páginas, estaban también los churros, los melindres, los bizcochitos de Mendaro, los mostachones, las humildes torrijas que aprovechan el pan duro.
Y entendí el tesoro que suponía aquel pan hecho en fuego y piedra, aquel cocer lento en la esquina de la chapa de la cocina económica. Y entendí también el tesoro que suponía conocer los almíbares de un vistazo, el templar el chocolate sin termómetro. Yo había estado años buscando, y llevaba en mi mochila lo que tanto ansiaba encontrar, ya me lo habían dado en mi infancia.
Aún conservo aquella copia firmada de la Confitería y Repostería,
«A mi primer nieto» escribió ella con cariño.
Soy muy afortunado. Tuve dos abuelas, tuve un padre, e incluso tuve una madrina que fue marquesa.
Y aprendí de todos ellos